La felicidad excesiva de Sophie Kowalevski
2025/03/01 Etxebeste Aduriz, Egoitz - Elhuyar Zientzia Iturria: Elhuyar aldizkaria

A los dieciocho años, Sophie tenía muy claro que se casaría. No le gustaba su prometido, pero eso era lo de menos. Sabía que eso era lo que tenía que hacer una mujer de su edad y que era también el camino más adecuado para cumplir su sueño.
La víspera de su boda, le habían llegado los recuerdos de su infancia. Y una sensación que todavía podía sentir vivamente: la fascinación que le producían aquellos números y signos misteriosos que veía en la pared de su dormitorio.
Kowalevski nació en Moscú en 1850. A los ocho años, su padre, teniente general de artillería, se retiró y se trasladaron a vivir al campo. “Tuvimos que arreglar toda la casa y empapar todas las habitaciones, pero había tantas habitaciones que faltaba el papel”, escribiría Sophie después. Se quedaron sin papel para el aula de niños y se utilizaron las hojas de un curso de cálculo integral y diferencial de Ostrogradski que su padre había comprado en su juventud para cubrir las paredes.
“Recuerdo que pasé muchas horas de mi infancia ante aquel misterioso muro, tratando de descifrar unas pocas frases y encontrar el orden que seguían las páginas. Gracias a esa larga y cotidiana contemplación, muchas de esas fórmulas quedaron grabadas en mi memoria; y el texto, aún incomprensible, dejó una profunda huella en mi cerebro”.
En esta casa rural, Sophie y sus hermanos recibieron clases de profesores privados. A los trece años demostró tener un gran don para las matemáticas. “Las matemáticas me atraían tanto, que comencé a dejar de lado el resto de los estudios”, escribiría.
Su padre, que no veía con buenos ojos esa afición a las matemáticas, le interrumpió las clases de matemáticas con la intención de proporcionarle una educación más adecuada para una muchacha de su edad y de su clase. Pero el deseo y el empeño de Sophie por seguir sus estudios matemáticos no eran los mismos y siguió estudiando por su cuenta, obteniendo libros de matemáticas y leyendo durante la noche, mientras la familia dormía.
Tenía muy claro que quería seguir ese camino. Pero en Rusia las mujeres tenían prohibido ir a la universidad y no podían salir del país sin el permiso de su padre o su marido. Como no tenía ninguna esperanza de conseguir la de su padre, lo único que se le ocurría era casarse. En efecto, en el nihilismo, muchos jóvenes estaban resolviendo los matrimonios convencionales. Buscaban un hombre liberal, comprometido políticamente, dispuesto a casarse para ayudar a las mujeres en parte a paliar aquella violenta discriminación.
En el caso de Sophie, este hombre fue Vladimir Kowalevski, un editor y traductor progresista que tradujo a Darwin al ruso. A partir de entonces se convertirá en Sophie Kowalevski.
Después de casarse, en 1869, ambos se trasladaron a Alemania. Vladimir comenzó sus estudios de paleontología en Turingia y lo intentó en la Universidad de Sophie Heidelberg. Pero lo único que consiguió fue asistir como oyente a algunas escuelas. En Alemania, las mujeres tampoco tenían derecho a matricularse en la universidad.
Al año siguiente se trasladó a Berlín con el propósito de pedir clases particulares al prestigioso matemático Karl Weierstrass. Weierstrass también se oponía a que las mujeres estudiaran en la universidad y se quedó sorprendido ante la petición de aquella joven. Pero no se negó en seguida, sino que le puso diversos problemas. Al ver sus resoluciones, Miguel Strogoff quedó estupefacto, pues no sólo eran correctas, sino también ingeniosas y originales. Durante cuatro años le dio lecciones y siguió ayudándola en todo lo que pudo.
Después de estos cuatro años, en 1874, Weierstrass solicitó a la Universidad de Gotinga la concesión del título de doctor a Kowalevski. Para ello, presentó tres trabajos realizados por Kowalevski en aquellos años, ya que, según Weierstrasse, cada uno de ellos era suficiente para merecer el título. La primera se refería a las ecuaciones de los derivados parciales, que posteriormente se conoce como el teorema de Cauchy-Kovalevskaya. En segundo lugar, un estudio sobre las funciones pecuarias. Y la tercera, sobre la forma y estabilidad de los anillos de Saturno.
Tras obtener el título de doctor, regresó a Rusia junto a su marido. Allí, sin embargo, el título no le sirvió de nada y no pudo trabajar como matemático. Tuvo una hija y estuvo unos años lejos de las matemáticas.
Pero volvió a reavivarse y decidió volver al extranjero, volver a las matemáticas. Y fue entonces cuando empezó la mejor época de su vida.
Al principio se volvió a Berlín, a Weierstrassen, luego se marchó a París, donde conoció a algunos de los matemáticos más famosos de la época, y se unió a la Sociedad de Matemáticas, y finalmente a Estocolmo, donde, gracias a la ayuda de Mittag-Leffler, le ofrecieron la posibilidad de impartir clases en la universidad. El primer año tuvo que trabajar sin sueldo y después le concedieron una plaza de profesor oficial para cinco años. Fue la primera mujer que consiguió ser profesora universitaria en Europa.
En aquellos años realizó su obra más importante, conocida como “la peonza de Kowalevski”, sobre la rotación de cuerpos sólidos, que completaba el trabajo iniciado por Euler y Lagrange. Con este trabajo recibió el prestigioso Bordin de la Academia de las Ciencias de París (1888) y posteriormente el premio de la Academia de las Ciencias de Suecia. El trabajo dejó fascinados a los mejores matemáticos de la época por su elegancia, profundidad y originalidad.
En 1889 fue nombrado profesor fijo en Estocolmo. Y en ese mismo año recibió una carta de uno de los pocos matemáticos que le habían apoyado desde el principio en Rusia: “Nuestra Academia de las Ciencias, con una innovación sin precedentes, te ha reconocido como miembro. Estoy muy contento porque se ha realizado uno de mis deseos más ardientes y justos. Chebyshev”.
Dos años después, a los 41 años, una neumonía se le envenenó demasiado. Antes de morir murmuró a su hija estas últimas palabras: “Demasiado feliz”.
